viernes, 22 de diciembre de 2017


EL TIEMPO…
¡Ah, el tiempo!
Es el agua de la vida que debajo del puente pasa
para volver nunca más.
Es la máquina que tritura sentimientos,
propósitos e ilusiones, sean estas malas o buenas,
sin dar lugar jamás a retrocesos.
Solidifica o disuelve amores y odios.
Germina e impulsa a crecer,
deja dar frutos y luego hace perecer
a las que así quiere de las muchas semillas
que al surco de la existencia llegan;
y, sin piedad deja morir a otras
aunque con esmero el hortelano siembre.
Es sustancia que trasforma lo nuevo en viejo,
y lo viejo enseguida lo desaparece.
Este sujeto alimenta la nostalgia
y da rienda suelta a la melancolía.
Es travieso cuando se anida
en el pensamiento humano,
donde en casos repetidos
provoca anhelos de revivir deseos idos.
Hace cosquilla en el rincón del azul pájaro dariano,
llevando a veces a libar a ciegas la dulce cicuta.
Es cruel su paso según la herida del alma desdichada,
aunque a la postre siempre es el remedio de todos los males.


¡Ah, el tiempo!
Ese viento que pone punto y coma con negrilla
en las pascuas de navidad y de año nuevo,
o al conmemorarse la pasión del Cristo Redentor;
momentos en que se subrayan los pesares que padece el humano,
ya sea porque ha visto entrar al sueño eterno a uno de los suyos,
porque padece una agonía que al final llevará la carne al despeñadero,
o porque llora la dicha perdida o la ilusión no conseguida.

¡Ah, el tiempo!
Ese dios que no se ve ni se siente,
y que va ahí al lado de todo ser vivo para marcar su sendero,
es el que lo toma, lo forma y lo transforma todo
para luego desaparecerlo ante el ojo hecho de limitada materia.

Tiempo maloso, no me digas nada;
no trates de explicarme el porqué de mil arrugas
en el rostro de aquella nodriza que tuve en el norte de mi patria.
No quiero oír tu voz hablando de mi madre,
quien temprano se me fue porque le negaste un poco de tu esencia.
Tampoco necesito tus explicaciones acerca de mi padre,
porque nunca serán suficientes mil años
para contar con lo más grande y sagrado
como es la presencia de quienes me procrearon,
y de todos los cercanos o lejanos que mi existencia han marcado.

Haz tu trabajo, y déjame en paz, tiempo ensimismado,
que ya sé cómo operas a la sombra de las noches
y detrás de la luz de cada día.
Déjame continuar este camino de alegrías y tristezas,
y, aunque sea por un corto espacio de este sinuoso trayecto,
olvídate de mí y de los míos, dejándonos tranquilos,
pues, ya sabes cuánto le temo a la materia cuando inerte se vuelve.
NG. Navidad del 2016

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