Claribel Alegría,
reina de la poesía nicaragüense.
Después de andar por las extensiones de su reinado
con una lira en la mano y la palabra en la boca,
vuelve la reina y se sienta en su trono.
Richard Wilson A.
Claribel
Alegría. Poeta nicaragüense-salvadoreña, mejor dicho, centroamericana. Nació el 12 de mayo de
1924 en Estelí, Nicaragua, de donde sus padres la llevaron de nueve meses de
edad a vivir a Santa Ana, República de El Salvador.
Cultivó
varios géneros literarios, en especial la poesía, la narrativa y el ensayo. Por
su destacado arte de escribir obtuvo diversos e importantes reconocimientos,
entre ellos el Premio de Poesía Casa de las Américas. Recibió merecido tributo
por parte del Festival Internacional de Poesía de Granada (Nicaragua) en su VII
edición. En tierras salvadoreñas le ocurrieron quizás las cosas que más la
marcarían y que influyeron en su producción poética. Su producción literaria
está preñada de pasión pacifista y gran compromiso social. Es destacable en su
poesía el afán por la tolerancia y el respeto por la libertad para hacer un
mundo mejor. A tan solo dos meses y medio de haber sido galardonada con el
premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (tributo que fue a recoger a España
el 14 de noviembre del 2017), entró por la puerta de la perennidad el 25 de
enero del 2018, para reinar sobre la poesía nicaragüense. Hay en ella un faro
que ilumina la lucha por la igualdad de derechos en favor de la mujer, pues,
esa es la bandera que enalteció al recibir en la tierra de Cervantes el
merecido premio Reina Sofía. Una pieza de su producción literaria es la
siguiente:
AUTORRETRATO
Malogrados los ojos
Oblicua la niña temerosa,
deshechos los bucles.
Los dientes, trizados.
Cuerdas tensas subiéndome del cuello.
Bruñidas las mejillas,
sin facciones.
Destrozada.
Sólo me quedan los fragmentos.
Se han gastado los trajes de entonces.
Tengo otras uñas,
otra piel,
¿Por qué siempre el recuerdo?
Hubo un tiempo de paisajes cuadriculados,
de gentes con ojos mal puestos,
mal puestas las narices.
Lenguas saliendo como espinas
de acongojadas bocas.
Tampoco me encontré.
Seguí buscando
en las conversaciones con los míos,
en los salones de conferencia,
en las bibliotecas.
Todos como yo
rodeando el hueco.
Necesito un espejo.
No hay nada que me cubra la oquedad.
Solamente fragmentos y el marco.
Aristados fragmentos que me hieren
reflejando un ojo,
un labio,
una oreja,
Como si no tuviese rostro,
como si algo sintético,
movedizo,
oscilara en las cuatro dimensiones
escurriéndose a veces en las otras
aún desconocidas.
He cambiado de formas
y de danza.
Voy a morirme un día
y no sé de mi rostro
y no puedo volverme.
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